Diego Loras, candidato de Teruel Existe al Congreso
Estos días, cuando después de comer escucho el tour de Francia de fondo, como un autómata me acerco al televisor y trato de adivinar quién se llevará este año la carrera ciclista más importante del mundo. Esta vez se la juegan Vingegaard y Pogacar, y el joven español Carlos Rodríguez ha sorprendido a todos y llenando de ilusión a la afición. Me acerco a la tele, escucho a Perico Delgado, observo los paisajes pirenaicos y de los Alpes y, como seguramente les sucede a muchos de ustedes, me teletransporto a las tardes de mi infancia con mis abuelos en Cosa y Jorcas, y recuerdo con añoranza las palabras que en su día dedicaban al ciclista de Biescas Fernando Escartín.
En la memoria, permanecen ciertas letanías pasadas, algunas voces describiendo los mismos puertos de montaña y las mismas ciudades centenarias, que siguen ahí, impertérritas, y que esperan pacientes todo el año a que los ciclistas vuelvan a esprintar por sus estrechas carreteras. Las curvas, los campos sembrados y los monumentos me resultan familiares. Me gusta parar un momento, darme unos minutos, e imaginar que yo también estoy ahí, tomando la misma curva con la misma ligereza.
El verano me sabe a ciclismo en la tele, a tardes tranquilas esperando a que el calor afloje, a polos de fresa y a mis pueblos.
Yo no sé mucho de ciclismo, pero tengo grabadas a fuego algunas imágenes de nuestro Miguel Induráin, siempre sonriente excepto en los duros ascensos de montaña en los que su cuerpo, alto y fuerte, tiraba de la bici como podía, sin reblar, con la mente puesta en las contrarrelojes, pruebas en las que el navarro se lucía y amarraba los campeonatos. Lo recuerdo con el maillot amarillo, siendo el líder del Tour de Francia, y con una gorra diminuta blanca que a cualquier otro mortal le hubiera hecho parecer ridículo. Pero no a él.
Induráin, hijo de agricultores navarros, ha sido el único corredor de la historia en ganar cinco Tour de Francia consecutivos y es considerado el mejor ciclista español de todos los tiempos. De él siempre se ha destacado su gran capacidad de sacrificio.
Ahora, todos los ratos que me quedan entre acto y acto, los dedico a estudiar, a repasar los programas de Teruel Existe para mejorar la vida de las personas, de mi provincia y de Aragón, y a hablar con mi equipo, que elabora informes y todo tipo de análisis para que entre todos podamos volver al Congreso y seguir con el trabajo que inició Tomás Guitarte. Sin embargo, el otro día, no pude evitar apartar el móvil y ver el final de una etapa en la que, inesperadamente, Vingegaard se despegó del pelotón en un arranque sorpresa incluso para los propios comentaristas. Su movimiento fue valiente y arriesgado, y me hizo recordar lo que el Movimiento ciudadano Teruel Existe hizo en 2019, al presentarse a la repetición electoral de aquel año para lograr un cambio real para la provincia.
Ese atrevimiento y esa capacidad de sacrificio, que como en el ciclismo, tienen los centenares de personas que han invertido su tiempo en la firme convicción de que juntos podemos cambiar el devenir de Teruel y de Aragón, es lo que siento yo estos días, sin parecerme en nada al ciclista danés o a Induráin, pero admirando la labor de los líderes de un movimiento que, desde finales de los 90, lucha por los turolenses.
Si esta carrera electoral tiene puertos, los ascenderemos sin titubeos. Si en los últimos días toca esprintar para que nuestros objetivos y nuestras propuestas se oigan más allá del ruido y de la confrontación política en la que estamos instaurados, pedalearemos más rápido y con más fuerza. Si nos caemos de la bici –esperemos que no–, nos levantaremos con más ganas porque va en nuestro genio no rendirse.
Y una cosa es segura, cuando lleguemos de nuevo a la carrera de San Jerónimo, empezará la siguiente etapa del mejor Tour para Teruel.